Los principios de autoridad

De Odo
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La palabra autoridad puede evocar en nosotros imágenes diversas: la de un funcionario con un cargo público, o quizá un policía, un juez, un jerarca eclesiástico, e incluso un erudito o un experto en cierta materia. Lo que tienen en común estas figuras es que creemos percibir en ellas la cualidad de la superioridad; es decir, la existencia de la autoridad lleva implícita la noción de jerarquía, de que hay personas que, por alguna razón, ocupan una posición superior y otras una posición inferior dentro de una estructura social.

Estamos acostumbrados a que las organizaciones sociales funcionen a partir de jerarquías: las empresas tienen organigramas piramidales, la iglesia tiene una estructura vertical, los gobiernos nacionales se instituyen de manera jerárquica y hasta los grupos criminales tienen un organigrama. Incluso se dice que las familias tienen una “cabeza” Pero ¿tiene que ser así? De acuerdo con el ideal anarquista, no

Ideas de autoridad

La idea de la jerarquía es tan frecuente en las narrativas (factuales y ficticias) de la historia de la humanidad que la hemos normalizado, al grado que se vuelve uno de esos supuestos que tendemos a no cuestionar o que consideramos naturales: el poder debe ser concentrado y ejercido por alguien. Los reyes, jefes y presidentes de la historia tienen su contraparte simbólica en los reyes, jefes y presidentes en cuentos antiguos y contemporáneos; aparecen en el cine para niños y para adultos, en series televisivas y en publicaciones de noticias. También aparecen en narrativas pseudocientíficas como el mito del “macho alfa” y los postulados del darwinismo social (llamado “darwinismo” por gente que realmente no ha leído El origen de las especies). También en la religión: la consigna bíblica “toda autoridad proviene de Dios” (Romanos 13:1) se ha usado para legitimar los poderes establecidos, reforzar la opresión y condenar la rebeldía.

Pero para el anarquismo, uno de los principios más fundamentales es aquél de construir una sociedad sin amos ni soberanos. La igualdad entre las personas es el principio supremo. En su texto “La anarquía” (1931), Sebastien Faure escribe: “cualquiera que niegue la autoridad y la combata, es anarquista.”[1] Las jerarquías son consideradas un obstáculo para la libertad, la justicia y la convivencia equitativa. Pero ¿es posible la organización social sin autoridad? ¿Cómo podría funcionar cualquier proyecto sin que haya “quien mande”?

Para responder esta pregunta conviene hacer algunas distinciones conceptuales. A veces el lenguaje coloquial es limitado y no ayuda a imaginar nuevas posibilidades. Por ejemplo: el término “autoridad” pareciera tener un significado unívoco. Sin embargo, ya los romanos distinguían dos formas: por un lado estaba la autoridad potestas, aquel poder emanado de la sociedad y conferido por las leyes y, por otro lado, la autoridad auctoritas, que es la distinción que se le otorga a determinadas personas por sus características morales e intelectuales que las destacan del resto. Ejemplos de quienes poseen potestas serían los funcionarios públicos (y posiblemente jerarcas religiosos), mientras que quienes detentan auctoritas podrían ser profesores, filósofos, guías espirituales e incluso artesanos destacados en su oficio.  Entonces, la autoridad que se le reconoce a una persona de ciencia no es la misma que la que posee una que ocupa un cargo político.

Por otro lado, es iluminador recordar que el origen de la palabra “autoridad” está relacionado con el término “autor”, entendido como creador, fundador o promotor de algo. En este caso, una autora o autor puede convocar a un equipo de personas, convencerlas del valor del proyecto, y estas personas reconocen entonces la autoridad de la primera: pensemos en la directora de una película o el arquitecto de un edificio. Pero esa autoridad ni es permanente (dura solo mientras dura el proyecto y en el siguiente proyecto otro puede ser quien guíe y quien dirigió antes ahora ocupar una posición de apoyo) ni es en todos los ámbitos: por mucho que sepa , quien dirige no lo sabe todo y por el bien del proyecto le conviene escuchar a su equipo.

Ni reyes ni amos

En el capítulo 4 de su libro Dios y el Estado, Mikhail Bakunin, al mismo tiempo que rechaza toda imposición de una voluntad ajena sobre la propia, dice: “En materia de zapatos yo consulto la autoridad del zapatero; en todo lo concerniente a edificios, canales o vías férreas, solicito la del arquitecto o la del ingeniero.” Es decir, acepta su auctoritas, pero rechaza de plano cualquier forma de potestas: “Pero no consiento que ni el zapatero, ni el arquitecto, ni el sabio me impongan su autoridad. Los acepto, sí, libremente y con todo el respeto a que son acreedores por su inteligencia, por su carácter, por sus conocimientos, pero reservándome siempre el incontestable derecho de crítica y censura.”[2]

Entonces he aquí la primera clave: es absurdo conferirle a alguien autoridad en todos los campos: ni el rey más sabio ni el presidente mejor preparado, aún suponiendo que tenga las mejores intenciones, tiene manera de ser infalible. Lo más prudente y justo será reconocer y conjuntar  la auctoritas de diferentes personas según su campo de experiencia. Pero entonces ¿por qué tienen poder quienes están en el poder, si no necesariamente son las personas con más conocimientos o probidad moral? Porque han acumulado algún tipo de capital[3], según lo entiende Pierre Bourdieu, lo que les confiere una posición privilegiada en algún campo, especialmente en los campos económico y político, que son los que mayor influencia tienen en los demás campos. Esta posición de elevada jerarquía económica y política conlleva mayor poder, entendido éste como la capacidad de hacer que otros actúen según la voluntad de uno. El conducto de este ejercicio de poder es el dinero (pagar para que otros hagan lo que de desea) o la fuerza física (en el caso de las autoridades políticas, el uso de las fuerzas policiales o militares) legitimada por el potestas. Ninguna de esas dos formas son auctoritas, no provienen de un reconocimiento a los méritos ni morales ni intelectuales de quienes ocupan esas posiciones: los capitales pueden ser heredados, comprados, robados o intercambiados.

El poder acumulado no es indispensable para el funcionamiento de la sociedad. Resulta evidente que a mayor enajenación, más necesaria se vuelve la jerarquización: si quienes trabajan en un proyecto no saben cuál es su propósito, no les interesa o no lo consideran importante o no reciben beneficios por su trabajo, entonces el proyecto sólo se puede llevar a cabo mediante la coerción –ya sea por la fuerza física o por la explotación de la necesidad económica– o mediante la manipulación –el uso de la mentira y la propaganda para que quienes estén subordinados acepten su subalternidad. Por lo tanto, podemos afirmar que a menor enajenación, más innecesaria es la jerarquización.

Las organizaciones pueden funcionar sin jerarquías. Un equipo de personas puede trabajar de manera eficiente y productiva si tienen convicción en el propósito común y si el conocimiento y las otras formas de capital se distribuyen según se necesite. Esto se puede constatar en colectivos que buscan el bienestar social en los que todos saben para qué están trabajando (no alienadamente) y en el que los que más saben no retienen información (¿para qué lo harían?) sino que ésta se comparte, al igual que cualquier beneficio que surja del trabajo. Las tareas, si no son evidentes para unos, lo serán para otros y nadie se pretende superior por dar instrucciones ni inferior por recibirlas, y nadie ve su posición amenazada porque otro cuestione algo: todos saben que es por el bien del proyecto común.

Y no se tiene que recurrir a colectivos idealistas o utopías anarcosocialistas para demostrar que funciona: proyectos gigantescos como Wikipedia (que a la fecha contiene 43 millones de artículos en más de 300 idiomas, escritos por 132,000 voluntarios) funcionan de manera descentralizada y consensuada. Cada uno con sus peculiaridades, pero también funcionan de esa manera organizaciones como Alcohólicos Anónimos, las naciones nativas norteamericanas como los Apaches y, por supuesto, a su propia manera, los Caracoles Zapatistas. Conviene en este momento traer a colación los siete principios del zapatismo respecto de la autoridad:

  1. Obedecer y no mandar. Quien tiene autoridad obedece la voluntad de su comunidad.
  2. Representar y no suplantar. El trabajo de un representante es un servicio a la comunidad, tan importante como el de cualquier otra persona.
  3. Bajar y no subir. Hacer comunidad es poner los saberes y las técnicas al servicio de la sociedad
  4. Servir y no servirse. La cooperación desde los cargos públicos y hasta cualquier actividad requiere de una acción solidaria y desinteresada.
  5. Convencer y no vencer. No se trata de decidir por los demás, sino de proponer y consensuar.
  6. Construir y no destruir. Aunque no hay instructivo para hacer un mundo nuevo y nadie tiene la verdad absoluta, hacer énfasis en desarrollar nuevas prácticas.
  7. Proponer y no imponer. Nada por la fuerza.

Organización sin concentración de poder: un camino

El modo zapatista de subvertir a las jerarquías, es dándole al concepto de autoridad un significado completamente diferente, en el que el único modo de ejercer autoridad es obedeciendo a la colectividad. Porque, y esto es muy importante, una ausencia de jerarquía no significa falta de organización. Lo que se debe procurar es la flexibilización y horizontalidad de esa organización y una cada vez mayor distribución de los diferentes capitales.

Para eso propongo la aplicación de los siguientes principios:

  1. No existen jerarquías naturales. Esto puede parecer obvio pero es necesario enunciarlo: pertenecer a cierta familia no da derecho a gobernar a los demás (como en las monarquías y aristocracias), tampoco hay un género más importante que otro, ni un grupo étnico mejor que otro, ni una capacidad física o mental más valiosa que otras. Ninguna persona tiene “por naturaleza” superioridad jerárquica sobre otra (la única excepción quizá sean los padres sobre los hijos en desarrollo, pero sólo porque se busca que alcancen el mismo grado de autonomía que los padres).
  2. La acumulación de cualquier tipo de capital es perniciosa para la colectividad. Hay casos en los que aparentemente es muy atractivo que alguien acumule poder político o económico: mientras más capitales acumula, más grandes las cosas que puede lograr la humanidad a través de su conducto: así se construyeron las pirámides de Egipto y otros monumentos al ego. Es también el caso tanto de grandes magnates que prometen llevarnos a otros planetas como de políticos de cualquier polo ideológico que prometen acabar con problemas sociales si se les concede todo el capital económico y político que desean. Pero el resultado es una asimetría de tal que siempre acaba privilegiando los intereses de unos pocos en perjuicio de la mayoría.
  3. Los capitales son ilusiones. Aquello a que le damos valor es producto del consenso social, por lo tanto es importante ser conscientes y no tomar la autoridad de una persona o institución como inmanente, sino que su realidad proviene del reconocimiento que le dan los demás y por lo tanto, es posible tanto cuestionar el illusio como modificar el nomos de manera social.

Habrá ocasiones en las que sea imposible prescindir por completo de relaciones donde .

  1. La autoridad debe venir de la convicción. Proviene del reconocimiento de los demás. Cualquier jerarquía debería ser acordada y consensuada, nunca impuesta. El uso de cualquier tipo de coerción es indicador de falta de razón y la autoridad proveniente de la fuerza se revela como inválida.
  2. La autoridad debe ser específica. Nadie lo sabe todo y todos sabemos algo. Si dentro de una organización alguien debe ocupar un puesto que implica dar instrucciones a otros, es porque se reconoce que sus habilidades y saberes son más útiles a los demás en esa posición, no porque esa persona sea mejor que los demás. Se le reconoce autoridad en esa área, pero no necesariamente en otras.
  3. La autoridad debe ser cuestionada.. Quien ocupe un puesto de mayor autoridad debe estar abierto a la crítica y, a mayor autoridad, mayor el deber de transparencia y rendición de cuentas.
  4. La autoridad debe ser temporal. Ningún puesto debe ser permanente y todos deben tener oportunidad de ocuparlos. Deben buscarse mecanismos que aseguren esta rotación.
  5. Las decisiones deben compartirse. Es un absurdo dejar las decisiones que a todos afectan en manos de unos cuantos. Aún cuando se haya votado por esas personas, siempre debe buscarse la participación de todos y todas en la toma de decisiones. Para eso es importante el siguiente punto:
  6. El conocimiento debe distribuirse. No hay verdadera democracia si no hay educación. Mientras mayores y mejores conocimientos tengan todos, mayor y mejor será la participación.

Entonces, la apuesta sería por nuevas organizaciones –familias, cooperativas, sindicatos, instituciones, gobiernos– en los que se procure la distribución equitativa del poder, la participación de todas y todos en la toma de decisiones y la descentralización y horizontalidad de la autoridad.

Por una realidad más amplia.

Tonatiuh Moreno

  1. Faure, S. (1931). La anarquía. Redacción y Administración Embajador Vich, 15.
  2. Bakunin, M. A. (2008). Dios y el Estado. Editorial El Viejo Topo.
  3. A riesgo de sobresimplificar su teoría, Bourdieu nos habla de que en la sociedad existen diversos campos, como si fueran campos de juego, y dentro de ellos, los actores ocupamos posiciones de mayor o menor jerarquía. Para ascender en la jerarquía es necesaria la acumulación de diferentes tipos de capital. Por ejemplo: las personas que se dedican a la academia –o sea, que juegan dentro del campo académico– ascienden gracias a la acumulación de capital cultural (incorporado: lo que saben; objetivado: en forma de cosas culturalmente valiosas, como libros o arte; o institucionalizado: manifestado en el reconocimiento otorgado por las instituciones); quienes se mueven en el campo empresarial ascienden según la acumulación de capital económico. También existe el capital político y el simbólico. Todos los tipos de capital son intercambiables. Por cierto, los dos campos más importantes (o “metacampos”) son el político y el económico, porque permean e influyen sobre todos los demás campos sociales. Bourdieu maneja el concepto de illusio, que es el interés que tienen los actores en participar en el juego, su aceptación de que lo que se persigue en ese campo es valioso (más allá de su utilidad material). Es una creencia. El illusio incluye el nomos, que es la norma, las reglas del juego aceptadas implícitamente por los jugadores en ese campo en particular. Por un lado dice qué acciones son legítimas en qué circunstancias y por el otro jerarquiza valores: ¿qué vale más, lo masculino o lo femenino, lo local o lo extranjero, lo físico o lo mental?, entre otras distinciones. El illusio y el nomos son construidos socialmente y determinados históricamente.